10/04/2021 Revista Noticias - Nota - Información General - Pag. 18

El coronavirus no da tregua
JAMES NEILSON

No duró mucho la esperanza de que, luego de cobrar un sinnúmero de vidas, la pandemia perdería fuerza al privarla de presas fáciles el distanciamiento social obligatorio y otras medidas destinadas a mantenerla a raya.
Para alarma de todos, nuevas cepas que son más contagiosas que las originales le están permitiendo saltar por encima de las barreras que se han erigido para cerrarle el paso y, como nos ha advertido el caso de Alberto Fernández, nada menos, incluso los debidamente vacunados pueden contraer el mal. Por lo demás, parecería que, después de ensañarse con ancianos de salud precaria, variantes del virus están manifestando cierta predilección por personas más jóvenes que, si bien suelen sobrevivir a un ataque, ocupan camas en hospitales ya atestados de pacientes y, lo que es peor, pueden padecer efectos graves secundarios a largo plazo Aunque a esta altura nadie ignora que, al desplazar las mutaciones contagiosas a sus congéneres menos pegadizos, los coronavirus propenden a hacerse más peligrosos, son cada vez más los reacios a acatar las órdenes, a veces draconianas, de las autoridades locales que insisten en que casi todos tendrán que inmovilizarse hasta nuevo aviso. Es lo que está ocurriendo en Europa que, una vez más, se ha visto convertida en el epicentro de la pandemia. En algunos países como Alemania, están proliferando grandes manifestaciones de protesta impulsadas por militantes de diversos signos políticos, tanto izquierdistas como derechistas, mientras que en el resto del viejo continente son muchos los que optan por mofarse de los toques de queda celebrando fiestas clandestinas. Parecería que para ellos, el virus equivale a una fuerza de ocupación militar y por lo tanto es legítimo desafiarlo.
Con todo, hay un país europeo en que se ha difundido la sensación de que la pandemia está perdiendo terreno.
Por ahora cuando menos, el Reino Unido se destaca de sus vecinos por el éxito evidente de un programa de vacunación que ha servido para reducir dramáticamente las tasas de contagio y muerte. Aunque las primeras olas de la epidemia golpearon con mayor brutalidad a los británicos que a los alemanes y franceses, al vacunarse más de la mitad de la población adulta la cantidad diaria de muertes cayó abruptamente del pico horrendo que alcanzó en enero. Como consecuencia, Boris Johnson ha podido relajar el encierro rígido que impuso para que los comercios, restaurantes, pubs, peluquerías y así por el estilo puedan reabrir las puertas.
Mientras tanto, en el resto de Europa, donde el programa de vacunación sigue siendo muy lento, la temida tercera ola -para algunos, es la cuarta- sigue cobrando miles de vidas todos los días y los distintos gobiernos se sienten obligados a multiplicar las restricciones a pesar del fastidio manifiesto del grueso de la gente que, como es natural, quiere volver cuanto antes a la normalidad. Huelga decir que el contraste con el país que abandonó la Unión Europea, en parte porque la mayoría de sus habitantes estaba harta de tener que respetar las decisiones de los “burócratas de Bruselas”, ha enfurecido tanto a muchos defensores del proyecto comunitario que acusan a los isleños de haberles robado vacunas y amenazan con tomar represalias.
También están librando una guerra propagandística feroz contra la vacuna de Oxford-AstraZeneca, con el resultado de que millones de personas en Francia, España y otros países se niegan a recibirla. Sucede que, además de ser de origen británico, la vacuna se vende a precio de fábrica, lo que a buen seguro molesta sumamente a empresas poderosas cuyos productos cuestan cuatro o cinco veces más y no quieren que la gente de Oxford y sus socios empresarios arruinen lo que prometía ser un negocio fabulosamente lucrativo.
Así las cosas, no sorprende del todo que la posibilidad de que entre millones de vacunados una proporción minúscula pudiera haber sufrido de coágulos sanguíneos haya sido tratada como evidencia de que sería mejor no arriesgarse.
Aunque los especialistas, entre ellos los de la Agencia Europea de Medicamentos, coinciden en que la de Astra- Zeneca es una vacuna tan segura y eficaz como cualquier otra, la empresa no sabe cómo hacer frente al tsunami de mala publicidad que la está sacudiendo.
En la Argentina, el panorama se asemeja mucho a aquel del continente europeo, con la diferencia de que no estamos en primavera sino en otoño y nos aguarda un invierno que, se prevé, para muchos será fatal porque quedarán en lugares cerrados. Asimismo, todavía escasean las vacunas y pocos creen que, aun cuando por fin lleguen en cantidades suficientes, nos liberen de la plaga antes de mediados del año que viene. Por cierto, lo ocurrido a Alberto hace pensar que todos tendremos que acostumbrarnos a un estilo de vida que será muy distinto de aquel del pasado reciente, lo que, huelga decirlo, plantea a la clase dirigente nacional una serie de problemas engorrosos que, a juzgar por su desempeño en otros ámbitos, no estará en condiciones de solucionar.
Todo sería más fácil si sólo se tratara de elegir entre la salud, mejor dicho, la vida, que de acuerdo común es buena, y la economía que, a juicio de muchos, es intrínsecamente mala porque se niega a funcionar como quisieran aquellos que se ufanan de su idealismo, pero por desgracia las cosas no son tan sencillas. Puede que las restricciones que, andando el tiempo, tendían a flexibilizarse, hayan servido para prolongar la vida de muchos, pero también han perjudicado enormemente a casi todos los demás.
En los ya casi trece meses que han transcurrido desde el inicio de los encierros, se han derrumbado decenas de miles de negocios y, con ellos, muchísimos proyectos personales. No cabe duda de que la pérdida de un año de escolaridad ha incidido de manera terriblemente negativa en el futuro de una generación de jóvenes y por lo tanto en aquel del país, pero sería tan grande el esfuerzo necesario para mitigar las consecuencias que es muy poco probable que los encargados del raquítico sistema educativo nacional intenten hacerlo. Otra víctima de la pandemia es la salud de la población que no se ha visto infectada por el virus; el sedentarismo y la voluntad generalizada de subordinar la lucha contra otras enfermedades a la gran batalla contra Covid-19 no podrán sino reducir la capacidad del grueso de la población para enfrentar las dificultades colosales que le aguardan.
Lo mismo que en otras latitudes, aquí ha aparecido “una grieta” entre los resueltos a endurecer las medidas de contención, lo que supone la prohibición de muchas actividades propias de tiempos “normales”, y los que preferirían confiar más en el sentido común de cada uno. Como no pudo ser de otra manera, el asunto se ha politizado. Por un lado están los kirchneristas que quieren cerrar virtualmente todo hasta que la ola de contagios que se nos viene encima haya perdido fuerza, por el otro los vinculados con el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que se oponen a lo que creen es el grado excesivo de rigidez que pide el mandatario provincial Axel Kiciloff.
A partir de la llegada de la pandemia, las presuntas diferencias entre porteños y bonaerenses, con aquellos cumpliendo el papel de burgueses irresponsables resueltos a divertirse y éstos el de proletarios pobres que dependen de la solidaridad de un gobierno popular, figurarían de manera llamativa en la retórica kirchnerista. Los predicadores de la nueva ortodoxia nacional dan a entender que fue debido al egoísmo de sujetos ricos más interesados en el bienestar de los helechos que en el destino de sus compatriotas del conurbano que el coronavirus logró entrar en el país. Si bien tal forma de pensar es claramente irracional, a través de los siglos nociones igualmente absurdas basadas en prejuicios rencorosos han provocado un sinfín de catástrofes, de suerte que hay que tomarla en cuenta.
Además de aprovechar la oportunidad brindada por la muy preocupante fase actual de la pandemia para distanciarse políticamente de Horacio Rodríguez Larreta, los kirchneristas están procurando usarla para modificar el programa electoral o, cuando menos, para meter cizaña entre los líderes de Juntos por el Cambio. Quieren suspender, o eliminar, las PASO, y, si pueden, postergar por un mes, quizás más, las elecciones generales que deberían celebrarse el 24 de octubre. Según la jefa de Pro, Patricia Bullrich, lo que tienen en mente es “imponer la antidemocrática ley de lemas”, pero otros integrantes del frente opositor dicen que no es para tanto.
Sea como fuere, parecería que en las filas gubernamentales hay convencidos de que les convendría postergar las elecciones porque creen que en los meses finales del año la pandemia habrá dejado de ser una obsesión universal y la economía estará en vías de recuperarse.
¿Pecan de optimismo los kirchneristas y sus aliados? Es bien posible que sí, que en los meses venideros el virus provoque estragos que sean aún mayores que los previstos y que, al acercarse el verano, la economía, cuyo estado calamitoso se debe a algo más que la devastación causada por la pandemia, haya desatado en el baluarte de Cristina el tan temido estallido social.
En tal caso, iniciativas como las que el oficialismo está improvisando con miras a ganar un poco más de tiempo le serían contraproducentes.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

SEGUNDA OLA. La vacuna no llega a amortiguar la suba de contagios.



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